Mohammed ben Sulayem es cualquier cosa menos un tipo discreto y, en ocasiones, peca de excederse con sus salidas, actitudes y declaraciones. Sin embargo, su última decisión ha sido bien recibida por muchos aficionados.
A diferencia del más consecuente y discreto Jean Todt, muchos comparan al árabe con el siempre excesivo y pomposo Jean Marie Balestre. El que fuera presidente de la FIA desde 1985 hasta 1993 fue, sin duda, el rector más polémico del ente regulador. El mandatario galo se daba una importancia fuera de toda medida vista hasta la fecha. Quería llegar a los sitios subido en una limusina Mercedes con banderines sobre los faros delanteros, como si fuera un dictador africano venido a más.
Sus choques con Bernie Ecclestone fueron épicos. Balestre le tiraba de las patillas y el británico lo metía en hoteles baratos o le instalaba un despacho en los circuitos cerca de los cuartos de baño. Era una guerra divertida vista desde fuera.
Sulayem está empezando a manejar la FIA como un cortijo personal y, en lugar de solucionar un problema, a veces pierde tracción y genera otros. Puede que sus intenciones sean las mejores, pero el sesgo que deja es el de las típicas decisiones personales, poco consensuadas y de consecuencias exóticas. La penúltima es la de multar a aquellos pilotos que digan tacos por la radio durante su desempeño en carrera o en declaraciones públicas, y eso no queda bien.
La tendencia general de la Fórmula 1 es rebajar la edad promedio del espectador, un movimiento que Liberty promedio, a través del Formula One Group, está manejando realmente bien. Meter niños en las parrillas, mostrarlos en muchos planos durante las retransmisiones, sacar juguetes de Lego o Hot Wheels, son enormes aciertos y una inversión de futuro en un negocio que tiene que sembrar cada día para generar su público.
Si los pilotos son para este novedoso público un referente, es importante que den una buena imagen. Sin embargo, el problema es que no se puede cercenar la expresividad propia del lenguaje de la calle en momentos de tensión, ni andar censurando como si fuera un tuitero furibundo a tus estrellas.
De acuerdo, puede que esto necesite una regulación, unas medidas, incluso unos pitidos, pero arrinconar a tus estrellas de esta forma va a conducir a que no digan nada o respondan con monosílabos en las comparecencias públicas, como aunque hicieron alguna vez. Es necesario darle una vuelta a esta decisión.
Pero hay más. La última es una que ha hecho saltar los plomos en la cabeza de muchos: la hipotética vuelta a los motores de combustión a secas. Ni eléctricos, ni híbridos, ni probablemente turboalimentados. Con la llegada de la actual arquitectura de motores se dio un paso adelante en el lavado de faceta medioambientalista de la categoría, pero se perdió parte de la magia: el ruido.
Hasta 2014 ocurría algo casi mágico. Te acercabas a los circuitos por la carretera y, a cinco o seis kilómetros, aunque sabías que los Formula 1 estaban rodando. El bramido facetacterístico, con los escapes libres de sus hasta entonces ocho cilindros, hacían azogarse el suelo y te anunciaban su actividad desde la lejanía.
No hacía falta atizar el oído a las vías del tren, como hacen los indios en las películas, para saber si el caballo de hierro se acerca. Bastaba con dejar abiertas las orejas y la advertencia llegaba sola. Si